Parco y reacio a intelectualizar su oficio, John Ford (1894-1973) forjó una mitología del Lejano Oeste tan poderosa que sigue siendo la referencia del género western en el cine. Es una mitología hecha de imágenes más que de discursos, de acciones vitales más que reflexiva.
John Ford
Lo más cercano que Ford llegó a hacer a una declaración de principios fue la película The Man Who Shot Liberty Balance (1962), sobre un senador que se hizo famoso por liquidar a un pistolero y, años después, decide contar la verdad de lo ocurrido. “Este es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierta en un hecho, imprime la leyenda”. Ford reconoce –a través del guión de James Warner Bellah y Willis Goldbeck– que todo western es una invención, un cuento maquillado, la construcción de un mito.
«Imágenes del western como lugar de origen y destino del sueño americano».
En los westerns dirigidos por John Ford todo se siente fundacional. Sentimos que estamos contemplando los paisajes por primera vez, las estructuras rocosas de Monument Valley, en Utah, son gigantes que empequeñecen las gestas humanas. Los mismos dramas personales de sus películas lucen nuevos y definitivos, como si se contasen por primera vez. En My Darling Clementine (1946) asistimos a la reconstrucción de uno de los episodios reales más famosos del Oeste: el tiroteo en el O.K. Corral, en Tombstone, en el que participaron Wyatt Earp y Doc Holliday. Si bien hay muchas versiones cinematográficas de este hecho, en la mirada de Ford adquiere un tono mítico, un rito de paso necesario para forjar el alma estadounidense.
En todos los westerns de John Ford –y, como resultado de ello, en casi todos los otros westerns de Hollywood, que copiaron su exitoso modelo– hay una reivindicación de la masculinidad, de la lealtad y fraternidad entre compañeros de barracas y aventuras, del héroe que permanece fiel a sí mismo. Su famosa trilogía del Séptimo de Caballería –Fort Apache (1948), She Wore a Yellow Ribbon (1949) y Río Grande (1950)– son una lección de cine y un testamento del poder de John Wayne como el rostro definitivo del Lejano Oeste.
John Wayne en Stagecoach (1939) dirigida por John Ford
John Wayne. Monument Valley. El Séptimo de caballería. Duelos. Persecuciones a caballo. Imágenes del western como lugar de origen y destino del sueño americano. Incluso en su filme más desilusionado y revisionista –y quizás, por ello, su obra maestra– es The Searchers (1956), en la que un veterano de la Guerra Civil, Ethan Edwards (John Wayne), quien parte en una búsqueda, que le tomará años, para rescatar a su sobrina de los comanches. Es un filme en el que, al final, no hay hogar al que puede volver el protagonista, quien enfrenta un destino ambiguo, de espaldas al dintel de una casa y con el rudo desierto al frente.
«En The Wild Bunch (…) nada hay de romántico o mítico»
En The Wild Bunch (1969) –de la que se cumplieron 50 años de su estreno el pasado 18 de junio– nada hay de romántico ni mítico, pues es un western que trata sobre el final del Lejano Oeste. Es una historia que transcurre en 1913, cuando ya hay vehículos, electricidad, ametralladoras y trenes. Los bandoleros son cosa del pasado y una pandilla como la que lidera Pike Bishop (William Holden) vive sus últimos momentos. Los grandes capitales –los bancos y las grandes empresas de ferrocarriles– les han declarado la guerra y, ante su capacidad de fuego y organización, las bandas nada pueden hacer.
El Oeste ha cambiado. Los ladrones han envejecido. Y nada es lo que parece. En la primera secuencia de la película, un grupo de soldados llega a un pueblo y se dirige a un banco; en la calle hay algunos personajes vestidos con sobretodos y aspecto sospechoso. Dentro del banco, los soldados reúnen al personal y los clientes en una fila… y les apunta con sus armas. “Si se mueven, mátalos”, dice Bishop (Holden). Es la primera frase que se pronuncia en toda la película. Dice mucho con poco: su mensaje es que estos no son los vaqueros de John Ford, hombre de principios, con un código moral.
«Los verdaderos soldados estadounidenses son torpes y dignos de risa»
Los soldados son ladrones en realidad. Los cazarrecompensas que los persiguen son unos mercenarios. Y los verdaderos soldados estadounidenses son torpes y dignos de risa. Los forajidos del director Sam Peckinpah no son “malos con el corazón de oro”; son asesinos y están dispuestos a llevarse por delante a cualquier inocente si pone en riesgo su sobrevivencia. Son crueles y cínicos, listos para venderse al mejor postor si hay la posibilidad ganar algo de dinero en ello.
The Wilde Bunch (1969)
Hoy cuesta imaginar el impacto que representó ‘The Wild Buch’ en 1969. Fue la confirmación de que el western que conocieron nuestros padres con John Ford daba paso a historias más violentas. Los pandilleros de ‘The Wild Bunch’ son los últimos vestigios de un mundo en vías de desaparecer, engullido por la industrialización, los nuevos centros urbanos y el estallido de la revolución mexicana al otro lado de la frontera.
Si los westerns de John Ford son fundacionales y apelan a los mitos que forjaron el carácter estadounidense, The Wild Bunch es crepuscular, marca el fin de una era. Es un mundo polvoriento, de gente desesperada, en la que las consideraciones morales son borrosas o inexistentes. Un western ideal para la América de Vietnam y el culto de Charles Manson.
La gran secuencia final, por la que la película es más recordada, ofrece el único destello de redención. Los cuatro miembros sobrevivientes de la pandilla deciden que van a rescatar a su compañero Ángel –un nombre alegórico– de las tropas del General Mapache. No hablan entre sí y todos saben que probablemente mueran en el intento.
No es la última carga del Séptimo de Caballería ni un gesto heroico. Son cuatro hombres con pistolas al sur del Río Grande. Saben que nadie los echará de menos en este mundo. Y están dispuestos a cargarse a quienes se les crucen en el camino antes de que termine la tarde.