Alguna vez la Ruta 66, que conectaba Chicago con Santa Mónica (Los Ángeles), sirvió como vía de escape a los gánsteres que le quitaban el sueño a Eliot Ness en los Los Intocables. Años más tarde facilitó la gran migración hacia el Pacífico de aquellos que habían perdido todo durante la crisis financiera del ’29.
Con el tiempo, el camino acabó consagrado por la cultura popular norteamericana. John Steinbeck la transitó en Las uvas de la ira y más recientemente sirvió de escenario en Thelma & Louise, también en Cars, la célebre producción de Pixar.
La serie de televisión Ruta 66 tuvo considerable éxito en los países de habla castellana en la década de los sesenta, y en el 2000, Norberto A. Napolitano (Pappo), popularizó una versión traducida del clásico de Nat King Cole “Get Yourk Kicks, on Route 66”.
«Le digo que podríamos ser mellizos y su sonrisa ilumina un mundo de encías y tragedia»
Con la llegada de las autopistas, a mediados de los setenta, la Ruta 66 fue relegada al olvido, y el deterioro acabó por convertirla en ruina. Suele suceder. Fue entonces cuando las cámaras de comercio y oficinas de turismo encontraron que las ruinas del antiguo camino real podían ser objeto de atracción turística, y que el turismo atrae comercio, y que el comercio restaura comunidades. Si los romanos tienen la Via Apia, y los españoles el Camino de Santiago, porqué no rendirle culto al pasado con ese tajo de asfalto que se extiende por Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California.
La Ruta 66 es como los encierros de San Fermín en Pamplona, se recorre por tramos. Cada segmento tiene lo suyo, y hay quienes hacen repetidas veces el mismo trecho en distintos sentidos y épocas del año. Hoy, la Ruta 66 es objeto de culto sobre ruedas y en hoteles baratos. Alguna vez la recorrí en motocicleta, en esta ocasión buscaba un viaje distinto, más acorde con los años que llevo encima.
Emprendí el camino hacia los apalaches orientales, a la altura de Washington, DC. A esa altura la cadena montañosa se conoce como Blue Ridge. Iba en busca del fantasma de Sarmiento, cuyo relato de su primera vista del Valle de Shenandoah es una de las muchas preciosuras en sus relatos de viaje. Durante todo el trayecto me acompañó un atardecer sobre el que bien vale la pena no detenerse para evitar envidias mayúsculas y resentimientos.
Al amanecer puse proa al sur, sin ánimo de referencia alguna, buscando encontrar y perderme en los pueblos mineros de Virginia en los alrededores de Marion, antes de cruzar la frontera con Tennessee.
Por estos pagos pasó sus últimos años Sherwood Anderson y aquí dejó testimonio de las vicisitudes de su entorno en tiempos la Gran Depresión.
La noche me sorprendió llegado a Ripshin, a la casona de piedra que el escritor mandó construir y en donde a fines de la década de los años veinte escribió Perhaps Women, colección de ensayos en los que Anderson propone que, ante el fracaso del hombre frente al avance del capitalismo y la industria, sean las mujeres quienes tomen las riendas de la sociedad. Ochenta años más tarde, no parece haber cambiado mucho.
Pueblo minero Lynch
«…transformaron este lugar en un pueblo fantasma. Por lo menos eso es lo que dicen los fantasmas que sobreviven»
Voy con la ventanilla baja, escuchando el radio en el que un grupo de académicos conversa en torno a la impronta misógina de Trump. Estos son tiempos pre-electorales. En las legislativas de noviembre se decide quien se queda con la mayoría en diputados y senadores. Por lo que pude apreciar en el trayecto de Marion a Ripshin, el viaje viene alentado por noticias de último momento.
Appalachia es un pueblo de morondanga localizado en el extremo occidental de Virginia y al que se llega por caminos sinuosos que atraviesan la cadena montañosa en ruta a Kentucky. Por estos pasos se fugaron esclavos de las plantaciones de Carolina del Norte y por aquí llegaron los colonos que terminarían por reclamarle Texas y Nuevo México a la colonia española. Después fue tierra de mineros y socavón, de burdeles fronterizos y funcionarios corruptos. Hoy sólo quedan de los primeros y de los últimos. Las chicas se fueron hacia el oeste, siguiendo a los procuradores del oro. Las políticas de medio ambiente impulsadas Obama transformaron este lugar en un pueblo fantasma. Por lo menos eso es lo que dicen los fantasmas que sobreviven.
«…es preferible enfrentar a un mujaddid en el desierto que a un oso en el bosque»
– “Acá los votos se compran con unas pocas latas de cerveza, con un cartón de cigarrillos”, dice Michael Dewey. Acá ganó Donald Trump por afano. El señor Dewey dice que él y su mujer se marcharon hace años, pero que tuvo que volver para que su mujer quede en compañía de sus padres cuando a él se le acabe la cuerda. Dice Dewey que tiene cáncer de colon, de laringe y de pulmón, dice Dewey que el cigarrillo y los años en la mina le pasaron la factura. – “No tengo empleo ni seguro médico. Me gustaría remontar la 66 y morirme en California. Pero no creo que tenga la oportunidad”.
Al señor Dewey le falta la dentadura y esto hace que parezca un hombre muy viejito. Le pregunto cuántos años tiene y me cuenta que nació el mismo día y el mismo año en que nací yo. Le digo que podríamos ser mellizos y su sonrisa ilumina un mundo de encías y tragedia. Tengo que hacer un esfuerzo enorme por recordar que no estoy dentro de un documental de Gerardo Vallejo en algún ingenio tucumano.
Esto es Virginia, Estados Unidos de Norteamérica, voy en busca de la Ruta 66.
Al parecer resulta imposible abstraerse de esa otra realidad. Pienso que debería de haber desinstalado el radio antes de iniciar el viaje. Pero el coche es alquilado, de modo que ni modo. En el camino de salida conocí a un hombre vestido con uniforme de fajina que parecía interesado en mi paso por el pueblo. El hombre decía haber venido a pie desde Bagdad en pleno desuso de sus facultades mentales. Me habló de un oso en el camino, me mostró el cuchillo con el que tuvo que defenderse. El soldado enciende un cigarrillo con la colilla del otro dice que es preferible enfrentar a un mujaddid en el desierto que a un oso en el bosque.
Camino a Memphis me fui poniendo al día con los avatares del reality-show, de las acusaciones y eminentes juicios contra los compañeros de ruta de Donald Trump. Por entonces Robert Muller era poco más que una promesa, pero en menos de seis meses muchos de esos compañeros de ruta estarían tras las rejas o bajo arresto domiciliario.
Atrás quedaba Appalachia, esa América de Faulkner que presagia los cuentos de Macondo.
“Señores, yo soy el bagre, y si por algo valgo es porque salgo de lo común”
Tercer o cuarto día, empiezo a perder la cuenta llegando a orillas del Mississippi, ese río que atraviesa el país verticalmente, un accidente proverbial que sirvió como ruta de escape de los negros del sur. Suele pensarse que no hay negro en Chicago o Detroit, que no esté en condiciones de remontar el Mississippi para llegar a sus ancestros de Alabama.
La aproximación tuvo lugar en Memphis donde -mucho antes que Elvis- había dejado sus huellas Alexis de Tocqueville, aquel otro viajero que redescubrió América en crónicas del XIX, y otra vez Sarmiento que anduvo de paso por estas playas, de paso y a las apuradas, como de costumbre.
El Mississippi divide los tiempos y la historia, cruzarlo implica un cambio de actitud, un destino occidental (western mode) impuesto por territorios vinculados a la conquista del indio, a la guerra con México, a las misiones jesuíticas, al Surfing, los Beach Boys y Silicon Valley. En ambas márgenes se come bagre, al que por estos lares se conoce como catfish (pez-gato). De todas las ingestas me quedo con aquella en Hazen, Arkansas, población, 1364 habitantes. Pensar en el sur es pensar en bagre, frito o a la parrilla. En Hazen, las mozas son blancas, hijas del patrón, los cocineros negros, hijos del rigor.
Los asadores son afroamericanos